domingo, 5 de junio de 2011

NOTAS SOBRE EL DERECHO PENAL EN EL RÍO DE LA PLATA. SIGLO XVIII

De los delitos y de las penas, (César Beccaria).



Por Sandro Olaza Pallero




1. Introducción


Las normas jurídicas que rigieron en las Indias durante los tres siglos de dominación hispánica, reconocen diversos orígenes que conformaron un sistema jurídico llamado “corpus iuris indiarum”. Sus principios fundamentales fueron la ley divina, el derecho natural, la recta razón, la equidad. En tanto que las normas que regularon la vida jurídica indiana estuvieron formadas por: el derecho de Castilla; la legislación propia de las Indias, tanto de origen castellano como local; la costumbre indiana; los usos y costumbres de los indios, anteriores y posteriores a la conquista y la jurisprudencia de los juristas y de los tribunales, inspirada en los derechos romano y canónico. A partir del siglo XVI comenzó el debate para hacer del derecho penal una ciencia independiente. Recién a fines del siglo XVIII alcanzó el derecho penal en España su categoría de ciencia metodizada y completa.
Las principales fuentes legales del derecho penal indiano fueron el Fuero Real y las Partidas; la Nueva Recopilación de las Leyes de Castilla (1567); la Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias (1680); la legislación territorial posterior a estos ordenamientos y, especialmente, las disposiciones de carácter local, autos acordados por las audiencias y bandos de buen gobierno promulgados por gobernadores y virreyes.
Costumbre y jurisprudencia fueron factores importantes en la creación del derecho penal indiano. Especialmente en lugares alejados de las ciudades cabeceras de virreinatos, gobernaciones y distritos audienciales, en la medida en que hubo en ellos un menor conocimiento del derecho o una menor vigilancia de las autoridades superiores. En estas circunstancias la justicia criminal asumió caracteres peculiares de naturaleza consuetudinaria que se apartó de los textos y las doctrinas jurídicas. Por ejemplo el juzgamiento de indígenas por alcaldes provinciales y de la hermandad, y la imposición por los jueces ordinarios de penas de azote, trabajos públicos y presidio, sin formación de causa ni consulta al tribunal superior, a pesar de la oposición de expresas disposiciones legales.
La jurisprudencia fue una fuente relevante del derecho penal, fortalecida intelectualmente por el derecho romano y canónico (ius commune). Tuvo entrada hasta en la propia legislación, como ese precepto del Ordenamiento de Alcalá de 1348 (Nueva Recopilación VIII, 23, 3) que autorizaba a modificar la pena legal del homicidio si se daba “alguna razón justa de aquellas que el Derecho pone”. Así fueron objeto de estudio obras como el Corpus Iuris Civilis (el Digesto y el Código en especial), el Decreto de Juan Graciano, el Corpus Iuris Canonici y los textos de glosadores y comentaristas como Acursio, Azón, Alciato, Bartolo, Baldo, Tiberio Deciano, Julio Claro, Farinacio, entre tantos otros. Las opiniones recolectadas en Indias provinieron, casi todas ellas, de autores europeos del siglo XVI como Alfonso de Castro y Diego Covarrubias y Leyva. En el siglo XVII se destacó Lorenzo Matheu y Sanz, autor del célebre Tratado de lo criminal. Una de las principales figuras de la ilustración penal española fue el mexicano Manuel de Lardizábal y Uribe, quien escribió Discurso sobre las penas contraído a las leyes criminales de España para facilitar su reforma (1782), donde se lee que “después que el estudio de la filosofía, de la moral, de la política, de las letras humanas, y de las ciencias naturales, habiendo ilustrado más los entendimientos,  suavizó también, y moderó las costumbres”.


2. Delitos

En el derecho castellano y partiendo de la distinción que sobre el delito daba el proemio de la VII Partida, es decir, “todo mal fecho que se face a placer de una parte, e a daño, e a deshonra de la otra. Ca estos fechos a tales son contra los mandamientos de Dios, e contra las buenas costumbres, e contra los establecimientos de las leyes, e de los fueros, e derechos”, se propició la diferencia entre delitos públicos y delitos privados.
Se particularizaba en razón de la persona que sufría el daño y la caracterización principal de unos y otros dependía de que la autoridad judicial pudiera actuar de oficio o de que necesariamente precisara de acto acusatorio para iniciar el procedimiento que llevaba a la sanción del inculpado en caso de probarse su autoría. Delitos públicos fueron considerados los que suponían haber delinquido contra el príncipe. Esto se explica porque se iba a sancionar la traición al rey –o delito de lesa majestad humana- como el acto de lesa majestad divina y por el cual no sólo se ofendía la majestad del príncipe sino que también la traición podía suponer una actividad delictiva respecto de la república.
El contrabando, la defraudación a la real hacienda, eran supuestos clásicos de traición. Y como públicos fueron tenidos los de falsedad, los de escándalo por motivaciones religiosas o morales en un sentido amplio; los cometidos con uso de fuerza o violencia que podía estar reflejada también por prevalerse de la posición de los inculpados, ya fuera en lo social, ya fuera en el desempeño de una función o, incluso, por actuar usurpando el ejercicio de atribuciones que no les correspondía tratándose de supuestos en los que se utilizaba la fuerza. Casos como los de homicidios, desafíos e incluso injurias con derramamiento de sangre, eran considerados públicos, marco de figuras delictivas en el que se incluían el robo y el hurto.
Este era el esquema que de los delitos públicos presentaba Ignacio Jordán de Asso y Miguel de Manuel en sus Instituciones. Juan de Hevia Bolaños en la Curia Philipica analizaba el término fuero, y vinculándolo con la expresión juicio civil, escribía que: “fuero es el lugar del juicio, donde se trata de lo que pertenece al derecho y justicia, como consta en ley de Partidas –concretamente la III, 2, 32-. Y así como la jurisdicción es eclesiástica, y secular, así cada una de ellas tiene su fuero, donde se trata del conocimiento de la causa que le pertenece, y perteneciendo a entrambas se dice fuero mixto”. El mismo autor señalaba que jurisdicción privativa es “la que por sí sola priva a las demás del conocimiento de la causa que a ella pertenece, como es la de los jueces a quien se cometen las causas, con inhibición de ellas a los demás”.
La Inquisición tenía naturaleza mixta, participaba de la jurisdicción real fundado en concesión papal y en las postrimerías del Antiguo Régimen, Colón y Larriategui, en sus Juzgados Militares de España y sus Indias, afirmaba, que “conoce de todos los delitos de herejía y apostasía, y de los declarados por bulas apostólicas por sospechosos de mala creencia, sin que para esto valga fuero, ni exención alguna por privilegiada que sea la persona”. A su vez las Ordenanzas de Ejército completaban su campo de competencia que abarcaba:

1) Las causas de crimen bestial y sodomítico, si bien por vía de la jurisdicción acumulativa, con la aprehensión del reo antes que la autoridad militar.
2) Los delitos de escándalo “que den grave sospecha de mala creencia en la fe”, lo que fue confirmado en 1774 en una cuestión de competencia.
3) La prohibición de libros, papeles erróneos y escandalosos, sobre la que se promulgaron diversas disposiciones: una real cédula del 18 de enero de 1762, un decreto del 15 de julio de 1763 y una segunda cédula del 16 de junio de 1768. Su función era limitada por el hecho de que la prohibición estuviera orientada a “los objetos de desarraigar los errores y supersticiones contra el dogma, al buen uso de la religión y a las opiniones laxas que pervierten la moral cristiana”.
Excluían Colón y Larriategui del conocimiento de la Inquisición el delito de bigamia, pues según real cédula del 5 de febrero de 1770, su tratamiento correspondía a la jurisdicción real ordinaria. Distinto sería el caso de que el supuesto fuera de los delitos mixti fori, ya que entonces la autoridad militar obraría en consecuencia y según la sanción que hubiera acordado.


3. Los “perjudiciales”

En el último tercio del siglo XVIII las autoridades de Buenos Aires como en toda la América hispánica tuvieron la aspiración de llevar a la práctica el registro y clasificación de toda la población. De esta forma, en 1789 el virrey Nicolás de Arredondo y el Cabildo propusieron ordenar lo que percibían como el confuso mundo rural y encargaron a los alcaldes de la Santa Hermandad el empadronamiento de todos los estancieros de la campaña.
Sobre un total de 193 empadronados en el pago de la Cañada de la Cruz se destacaban 187 (159 hombres y 28 mujeres). Esta información clasificaba a los empadronados en dos categorías. Por una parte, los “decentes”, 168 personas clasificadas como “hombre de bien” (142 varones) y “de honrado proceder” (25 mujeres) aunque se debe agregar otra calificada como “buena pobre”.
Por otra, un grupo mínimo de “perjudiciales”, 19 personas (de las cuales 17 eran hombres) de quienes se indicaba que no era “buen vecino”, que “no es de buena fama”, no eran “de buen proceder” o que “no está en buena opinión”, que vivían en una “casa de mala opinión” y con conducta calificada de “escandalosa”. Esta era la gente mal vista en el pago.
Los “hombres de bien” eran en su gran mayoría (133) propietarios de tierras pero 35 no lo eran. Una porción aún mayor de estos “vecinos honrados” (166) tenían su marca de ganado registrada en el padrón, de manera que los arrendatarios también fueron así clasificados. Sólo 25 tuvieron funciones militares y sólo 29 fueron clasificados con el apelativo que el trato cotidiano reservaba a las personas “honorables”: don o doña.
¿Quiénes eran los perjudiciales? Sólo 4 de ellos afirmaron tener tierras propias y un número casi igual poseía o no marcas de ganado (10 y 9 respectivamente). Pero ninguno tuvo funciones militares ni era clasificado como don. Algunos ejemplos: Juan José Cañete era un “español agregado no tiene tierras ni ganado ni ovejas ni caballos lo que de notorio consta es perjudicial al vecindario”. Luis Berna, era “santiagueño agregado sin tierras ni ganados ni ovejas y al fin perjudicial al vecindario”. También fueron calificados así los que albergaban agregados, como la viuda María Acosta, una mestiza de la cual se dijo “está la casa de mala opinión por el mal proceder del hijo llamado Marcos Peres y es casa de agregados que se juntan”. Lo mismo sucedía con Gregorio Gordillo, español propietario de 50 varas de tierra de frente por legua y media de fondo que tenía sólo 10 caballos con marca, pero “no está en buena opinión por casa de agregados”. En una comunidad rural como ésta los calificados como “españoles” eran mayoría, sin embargo no era la condición étnica la que definía primordialmente la situación. “Hombres de bien” y “perjudiciales” definían criterios de inclusión y exclusión a través de categorías que al mismo tiempo eran sociales y legales.


4. Los ilustrados y las nuevas ideas penales

Las doctrinas de los filósofos y juristas europeos de la segunda mitad del siglo XVIII se difundieron tanto en la Península como en sus posesiones americanas. La filiación racionalista de este pensamiento, que entronca con la teoría del contrato social y de los derechos naturales del hombre, fue motivo atrayente para quienes estaban empeñados en crear un nuevo orden social, basado sobre los pilares de la igualdad, la libertad y las garantías para los derechos. La jurisprudencia penal de la Ilustración reaccionó contra el sistema punitivo, de raíz romana, vigente en el occidente europeo desde la baja edad media.
Así resultaban incompatibles la connotación religiosa del concepto de delito, la general severidad y desproporción de las penas, el empleo del tormento y del arbitrio judicial, propios del sistema romano, con el raciocinio y la sensibilidad de los nuevos tiempos, inclinados hacia la secularización del derecho (y del mundo), a la dulcificación de los castigos, al fin correccional de las penas, al desarrollo de las garantías individuales y al imperio absoluto de la ley.
En este orden sobresalieron en esta región, obras como las de Montesquieu, Rousseau, Beccaria y Howard, además del español Lardizábal. Trabajos que a su vez reconocían como antecedentes a los escritos de autores iusnaturalistas desde Grocio en adelante: Hobbes, Spinoza, Locke, Pufendorf, Thomasius, Wolff. Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748) condenó la severidad de los castigos como “más propia del gobierno despótico, cuyo principio es el terror, que de la monarquía o de la república, las cuales tienen por resorte, respectivamente, el honor y la virtud”, y así lo hizo convencido de que el mal estaba, no en la moderación de las penas, sino en la impunidad del delito. Sin haber sido un penalista, las ideas moderadas de Montesquieu gozaron de gran adhesión, como la del italiano Beccaria.
Rousseau se ocupó del derecho de vida y muerte en El contrato social (1762). Justificó la pena infligida por la autoridad en la necesidad de conservar el pacto social y en que, admitiendo el fin del pacto, debía suponerse en los contratantes la voluntad también de proporcionar los medios necesarios para su conservación. Estuvo de acuerdo con la pena de muerte, pero advirtiendo que “no hay hombre malo del que no se pudiera hacer un hombre bueno para algo. No hay derecho a hacer morir, ni siquiera por ejemplaridad, más que a aquél que no se puede conservar sin peligro”.
Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria, fue sin duda el más importante de los autores ilustrados y volcó sus ideas en el célebre libro De los delitos y de las penas (1764), calificado por Francisco P. Laplaza, su editor crítico, de “la primera obra acabada donde las ideas renovadoras alcanzaron plena unidad temática y se dieron las bases necesarias para levantar un estado de derecho contrapuesto al estado de arbitrariedad”. Beccaria sostuvo que debía existir proporción entre los delitos y las penas, porque “si se establece una pena igual para dos delitos que ofenden de manera desigual a la sociedad, los hombres no hallarán un obstáculo más fuerte para cometer el delito mayor, si a éste encuentran unida mayor ventaja”.  El fin de las penas no era el de atormentar y afligir a un ser sensible, ni tampoco el de dejar sin efecto un delito ya cometido. La finalidad no era otra que “impedir al reo que ocasione nuevos daños a sus conciudadanos, y el de disuadir a los demás de hacer como hizo aquél. En consecuencia, las penas y el método de infligirlas debe ser escogido de modo que, al conservarse la proporción, produzca una impresión más eficaz y más duradera en el ánimo de los hombres y menos atormentadora en el cuerpo del reo”.
Juan Howard, inglés fue –por último- uno de los principales promotores de la reforma carcelaria con la obra –fruto de su propia experiencia como preso- Estado de las prisiones (1788), en la que combatió el ocio, la incultura, la promiscuidad y el desaseo que las caracterizaban.


Bibliografía:

Barral, María E., Fradkin, Raúl O. y Perri, Gladys, “¿Quiénes son los “perjudiciales”? Concepciones jurídicas, producción normativa y práctica judicial en la campaña bonaerense (1780-1830)”, en Fradkin, Raúl O. (compilador),  El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la construcción del Estado en el Buenos Aires rural (1780-1830), Buenos Aires, Prometeo, 2007.
Díaz Rementería, Carlos, “Caracterización general de los delitos públicos por falsedad o escándalo en relación con la actividad inquisitorial en el siglo XVIII”, en Levaggi, Abelardo (coordinador), La Inquisición en Hispanoamérica. Estudios, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1999.
Levaggi, Abelardo, Historia del derecho penal argentino, Buenos Aires, Editorial Perrot, 1978.





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